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Más allá de los pantanos del Parque Nacional Kakadu

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Más allá de los pantanos del Parque Nacional Kakadu

Nota Lun 28 Jun, 2010

Señales de humo:
Estaba sentado yo sobre un peñasco en una de las alturas rocosas del Parque Nacional de Kakadu, en el norte de Australia, sintiendo cómo me mordía el sol, viendo lo escuchimizadas que aparecían las palmeras del llano y observando aquellas aguas estancadas que resultaban ser más charcos residuales que el gran pantanal prometido en los folletos turísticos. Pensaba yo que aquel paisaje no era para tanto ni tenía tanta importancia y que si la zona de las Majadas de Cuenca, en España, fuese un poco más extensa podría competir sin pudor alguno con este supuesto atractivo australiano.

Estaba, pues, yo en estas cuando a lo lejos, casi diluído en la claridad del mediodía, vi una faja de humo blanco y blando apenas sujeto a una brisa caliente que ascendía en dirección a los acantilados de roca de Kakadu. El humo surgía de entre unos arbustos distantes cuyos tonos tan oscuros contrastaban con el verde pálido de los aguazales. Allá al fondo de la llanura húmeda, la humareda anunciaba un asentamiento aborigen. Gente oculta, señales imprescindibles de humo que no hacían mas que delatar la suave agitación de una vida secreta, una existencia que voluntariamente daba la espalda a quien, desde la altura de un peñasco, veía cómo por allá lejos resoplaban las huellas de otras maneras de vivir.

El triunfo de la serpiente cobre.
El mediodía tropical no es el mejor momento para ir a pasear y menos cuando se está recién comido. Pero a un par de aborígenes de la etnia tiwi, dos tipos recios que trabajan en el campamento de Putjamirra, situado en la isla Melville, al norte de la ciudad australiana de Darwin, les ha dado por ir a quemar hierbas y arbustos para así sanear el suelo de un bosque cercano al campamento. Como para mí esto es una oportunidad para penetrar en el bush sin temor a perderme, me marcho con ellos a pesar del calor y del soponcio de los primeros vahos de la digestión.

Después de pegarle fuego a una extensión equivalente al tamaño de una urbanización de clase exclusiva, cuando nos disponemos a regresar al campamento, uno de los dos tipos entierra su mano en el interior de su cabello de estropajo negro, se queda pensativo y a continuación, con la mirada fija en el suelo sigue apuntando con su dedo índice lo que parece que es la huella de una saeta ondulada. El otro aborigen y yo le seguimos hasta un pequeño calvero en donde tumbado sobre la arena, hay un gran árbol caído y hueco. Uno de los dos tiwis saca del bolsillo de su pantalón corto el fragmento de un espejo, luego se coloca de rodillas frente a uno de los extremos del tronco y, mediante el espejo, hace que el sol se refleje, en un muy natural efecto linterna, en el interior del árbol.

Después de un rato de fisgar con el destello del cristal por entre la sombra íntima del tronco, al hombre le captura una gran agitación. Se inclina todavía más, casi introduce su cabeza ensortijada dentro de la boca del madero. Su compañero acude a su lado para ofrecerle una vara larga con la que pueda hurgar en la oscuridad del árbol, pero nada, eso no sirve de nada. Y es que ahí dentro hay una gran y peligrosa serpiente cobre, un ofidio tan temido por los tobillos nativos como muy apreciado en los fogones del pueblo tiwi.

Después lo intentan aplicando humo a través de los orificios que se abren por el tronco, nada, la serpiente no abandona su refugio. Luego, los dos nativos prueban golpeando con estacas la superficie del árbol, nada. Más tarde pretenden destrozarlo con un hacha pero la madera no está lo suficientemente podrida como para dejarse estallar en astillas. En la expresión de los tiwi, aparte de los gestos del esfuerzo, queda poco de la sumisión doméstica y servicial con que atienden al campamento de Putjamirra. Ahora sus ojos de alfiler y sus labios tensos recobran el brillo y la saliva de los siglos; en este momento sí son ellos, sí, los que siempre estuvieron aquí.

En alguna ocasión, al parecer, la serpiente cobre ha intentado huir, en esos instantes los dos hombres se han retirado del tronco para esperar la fuga del reptil; yo, sin embargo me he alejado tan rápidamente del lugar que casi me he salido de la isla Melville.

Al final los dos hombres abandonan la caza. No obstante, con leña, piedras y arena, han cegado los posibles orificios de escape de la serpiente, mañana volverán a este lugar provistos con mejores aparejos, la cocina nativa tendrá que esperan un poco. Aunque los dos aborígenes saben también que eso no les dará seguridad alguna de encontrar a la serpiente, es muy posible que esta noche ella se marche por cualquier brecha no advertida, que, en definitiva, ellos volverán a ser vencidos aunque esta vez, menos mal, por el triunfo de alguien de los suyos: la serpiente cobre.



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